
Soy el lunes,
el fantasma que amenaza cada final de la semana,
la vuelta al tedio de los días azumagados,
los bocinazos que acompañan el salto de los semáforos.
Soy el humo de las fábricas,
arañando los oblicuos arcos del agotamiento.
También soy el lunes,
aquel oasis del pensamiento nublado
en el que un destello de un viernes se aproxima
para desaparecer en el grito del colega derrotado.
Soy las pausas de Cronos
antes de engullirse a su próximo hijo,
la caída de la inocencia
en manos de la ordalía que todo lo hunde.
Pero termina el lunes,
como todo lo que se desvanece tras la renuncia.
En este párrafo mortuorio se disuelve,
en las cinco de la tarde de un reloj
cuyos punteros marcan esperanza
y cuya alarma resuena desazón.