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Cadenas de Markov

Dedicado a ACB: A “What now?” is always better than a “What if?”

Fue aquella gitana que nos leyó el porvenir
Dijo "uno es el asesino y el otro el que va a morir"
Y salimos de allí y me mirarte asustada y el miedo sonó en tu voz:
"Antes de que tú me mates, prefiero matarme yo"
(Nacho Vegas, Morir o matar)
 

   Durante los últimos días de la Rusia zarista, la discusión política se había infiltrado en cada rincón, como un humo espeso que todo lo cubría. La ciencia -ese territorio que presume de neutralidad pero que es tan político como cualquier otro- no escapó a la tormenta: también se convirtió en un campo de batalla. Pavel Nekrasov, matemático conservador, profundamente religioso y defensor acérrimo de las tradiciones del zar, creía haber hallado la prueba definitiva de la existencia de Dios en las matemáticas, y lo hacía con una simplicidad que rozaba la soberbia.

La ley de los grandes números establece que cuanto más muestras se toman, más se aproxima uno al valor real. Así, todos sabemos que si lanzas monedas, mientras más veces lo hagas, más te acercaras al cincuenta por ciento. Pero había un detalle crucial: era asumido como un axioma que esta ley solo se cumplía para eventos independientes, sin intervención externa. Para Nekrasov, las tasas de natalidad, mortalidad y criminalidad obedecían esa ley. Si eran fenómenos independientes, hijas del libre albedrío, entonces Dios existía.

Al otro extremo del tablero estaba Andrey Markov, apodado “el furioso” por sus arrebatos contra la falta de rigor científico. Le hervía la sangre al imaginar que hombres como Nekrasov gozaran de tribuna intelectual. Los llamaba parásitos de la ciencia, oscurantistas, abusadores de su prestigio. En su rabia, Markov confeccionaba listas de abusadores y sus abusos, como quien afila un cuchillo en silencio, con la esperanza de purgarlos algún día. Nekrasov encabezaba esa lista.

Markov arrastraba una malformación en la rodilla, y su afición a la discusión política regada con vodka no ayudaba. Una noche, tras un mitin y varias copas de más, el dolor se volvió insoportable. Pasó días en cama, jurándose canalizar todo su sufrimiento en la destrucción intelectual de Nekrasov. Pero ¿cómo? Miró a su alrededor sin hallar respuesta. Cerró los ojos, buscó una idea que lo guiara, pero la resaca y el dolor le nublaban el pensamiento. Para Markov no se trataba de ciencia, sino de justicia histórica disfrazada de ecuaciones. Decidió dormir.

Al despertar, tomó el poema Eugenio Oneguin de Pushkin que reposaba en su velador y comenzó a leer. La poesía se transformaba en un plan, y es plan en una fórmula de triunfo. Tras unas páginas, la revelación lo golpeó: las letras y las vocales no son independientes. Desde niños sabemos que es más probable que a una vocal la siga una consonante, y viceversa. Pero ¿cuánto más probable? ¿Qué ocurre si hay dos consonantes seguidas? Markov olvidó su rodilla y corrió al escritorio. Por fin tenía una serie de eventos dependientes que podía usar para desentrañar la estadística oculta tras la dependencia. Y así fue: creó un algoritmo para poder predecir eventos dependientes, el que hoy se llama “cadenas de Markov”. Cerró su manuscrito con una frase que sonaba a sentencia: «Esta es la demostración de que la ley de los grandes números se aplica también a eventos dependientes, y nada tiene que ver con el libre albedrío».

Lo había logrado: había derrotado el zarismo científico de Nekrasov, le había dado un nuevo argumento revolucionario a su vida y, de paso, había creado los principios que rigen toda la vida contemporánea. Las cadenas de Markov hoy se ocupan en casi todas las decisiones que tomamos: las búsquedas en internet, la predicción del clima, la corrección ortográfica; incluso hay quienes piensan que nuestro cerebro funciona como una complicada cadena de Markov, que va recopilando evidencia a lo largo de la vida para poder predecir el futuro con mayor precision.

Yo soy uno de esos que piensan así: ¿qué es nuestra experiencia sino una gran cadena de acontecimientos, en la que los eslabones futuros se construyen con los retazos de los anteriores? Una probabilidad de eventos venideros basada únicamente en el pasado.

Y utilizando esas cadenas de Markov, alguien construyó una de mis aplicaciones favoritas. Los domingos de mayo y junio, cuando la lluvia intermitente se adueña de los días semicálidos en mi ciudad, me escapo al bosque a buscar setas. Sin un perro que olfatee, pero con mi móvil, recorro los rincones de cada árbol, reviso cada arbusto y escruto los retazos de material orgánico que puedan esconder esos tesoros de otoño. Fue mi tío Alberto quien me introdujo en la reconfortante terapia de encontrar setas; él me enseñó a reconocer cada una y a apartar las que podrían llegar a ser mortales. La Amanita phalloides, por ejemplo, produce fallo hepático y renal, matando con una pequeña dosis en solo unas horas. Un emperador alemán y uno romano fueron víctimas de su consumo.

Por eso, yo, que no soy bueno memorizando estructuras y colores, siempre cargo mi teléfono: tomo una foto y es la aplicación la que me señala si la seta que he encontrado es comestible.

El último fin de semana de mayo me adentré, como de costumbre, fotografié y recolecté casi medio kilo de setas, en un día soleado y especialmente productivo. Cuando llegué a casa, abrí mi aplicación de recetas y pregunté por algo novedoso para hacer. La inteligencia artificial me ofreció una mermelada de setas, propuesta que acepté de inmediato como una excelente idea. Limpié cada una de las setas y las sequé; luego las piqué en trozos muy pequeños, que salteé en mantequilla. Cuando alcanzaron un dorado perfecto, añadí jugo de naranja, medio kilo de azúcar y ralladura de lima. Cociné todo a fuego lento por un par de horas y luego licué la sopa resultante, filtrándola para lograr una textura suave y cremosa. Finalmente, puse una porción generosa en un par de croissants que tenía y los envolví para llevarlos al día siguiente a la escuela. El resto lo guardé en un pote de vidrio, bien cerrado, para una futura ocasión.

Al día siguiente debía partir temprano a la escuela, pero me quedé en cama más de la cuenta. Las piernas no me respondían, y yo sabía la razón. Se acercaba otra jornada en la que Franco y Teo volverían a reírse de mí. Franco, con su sonrisa canalla, y Teo, con su lenguaje estropeado y decadente, volverían a tratar a Ignacia como una meretriz, y yo no tendría el coraje de salir en su defensa. Otra jornada en que la rabia e impotencia se ahogarían dentro de un puño apretado y una mueca de desesperación. Pero debía, alguna vez, como Markov, transformar el dolor en fuerza creativa y destruir ese mal que tanto daño nos causaba a través de un empirismo sin errores argumentativos.

Cuando llegó la pausa de las 10, me dispuse a comer mi sándwich de mermelada de setas que había preparado el día anterior, pero ya no estaba allí. Ese par ya me lo había robado y se había escapado a comérselo en otro lugar, oculto tal vez, donde sabían que no me atrevería a encararlos.

Hoy no sé si Dios existe, como lo asumía Nekrasov; solo sé que las cadenas de Markov funcionan. Franco y Teo, con sus risas huecas, hoy están más cerca que yo de descubrir la existencia de una divinidad. Yo me deshice de mi teléfono, borré las aplicaciones, quemé los algoritmos. Sin ellas, la policía comprenderá mejor que todo fue un error al elegir las setas. Pero si la vida es solamente una sucesión de dependencias, entonces mi acto no fue libre albedrio, sino una consecuencia natural y necesaria de eventos dependientes.