Mi corazón es un sonido vacío,
una habitación desamoblada
en el conventillo del pasaje clausurado,
dejada al capricho de tu desprecio.
Su latir es un tañido monótono de campana
en el recreo de una escuela rural,
descascarado por los años sin alumnado,
abandonado en el patio de baldosas quebradas,
sin tiza dibujando sobre el cemento,
sin ecos de niños agitados,
sin laminitas coleccionables
de álbum de temporada.
Viscosas, sus aguas
se estancan a menudo,
y sus válvulas crujen al cerrarse.
Su mecanismo se estropea
con solo echarle un poco de cuerda.
He intentado venderlo en el flohmarkt
como un objeto de colección
(casi una incauta cayó el domingo pasado),
pero está ya pasado de moda.
Y los pocos que lo valoran
lo miran con desconfianza.
Me han dicho dos amigos
que, al parecer,
solo le queda espacio
entre los desarticulados objetos
que se acumulan en el sperrmüll.
Una vez intenté dejarlo
junto a los objetos del vecino.
“Zu verschenken”, escribí
con lápiz de tinta en una hoja de cuaderno.
Pero luego de un par de días seguía ahí.
Avergonzado, lo recogí
y lo traje de vuelta a casa.
Pensé en tirarlo a la basura
pues ya solo ocupa espacio dentro de mi cuerpo.
Pero no supe en cuál de los toners ponerlo.
¿Se recicla?
¿Es biodegradable?
¿Es un envase?
Escribí a la oficina de aseo y ornato.
Espero aún su respuesta.