Artículos

Testimonio

Escrito por Israel Encina | 10 septiembre 2025

Para cuando nos dimos cuenta,

la tormenta de locura ya se había ceñido sobre nuestras cabezas,

un cielo negro y espeso que se derramó de golpe,

cimbreantes edificios en el aire

    mareando la mirada

o tal vez fueran las piernas de jóvenes colgando desde el cielo.

A lo lejos, detrás de la cortina sacudida por el viento,

    atisbé una niebla espesa acercándose desde el horizonte:

    una boca sin dientes tragándose el paisaje,

    una amenaza agazapada y lenta.

El cielo nos ladró en la cara y nos frotó su lengua húmeda

    tantas veces quiso,

sin más,

simplemente porque puede.

Oí el temblor de nuestros huesos sacudidos en las carnes

    y los gemidos cuando se busca el aire

    antes de lanzarse a la pelea.

Y fuimos valientes,

como pudimos,

llenamos los vacíos de lo que se nos impuso como herencia

    y lo supimos ajeno,

aprendimos quiénes eran nuestros muertos,

    olvidados, desaparecidos, ausentes,

    nuestros educadores desde la bruma de la historia.

Desde allí,

un ojo se abre como una boca y nombra.

 

Os diré, además:

    no solo mantuvimos las cabezas en alto ante la tormenta,

    tampoco cerramos los ojos

    y supimos reír,

sacudimos nuestras cabelleras y ropas empapadas de locura

    y bailamos

    y gritamos

    y lloramos

    alegres,

    y golpeamos tan duro como pudimos.

 

Y sin embargo,

había una belleza hipnotizante en el horror de la tormenta.

Un terror innombrable moviéndose entre los

    campos de trigo sacudidos como un paño al viento,

hermosas olas de espigas verdes y azules

    que bien podrían sostener un pequeño barco de madera

    e igualar el comienzo de algún sueño bucólico

   si alguien quiere.

 

No cerramos los ojos,

ni aceptamos la dulce invitación al sueño.

Supimos sostener la mirada que nos arrojó la tormenta.

Fuimos adoptados por la intemperie.

Allí nos quedamos,

con la mirada atenta sobre el valle,

esperando ver aparecer a los que como nosotros

    no inclinaron sus cabezas

    y supieron ser valientes y no huyeron.

No fuimos muchos,

pero fue suficiente para iniciar la marcha.

 

Imaginaos esto:

    parecíamos un barco lleno de locos lanzados a su suerte,

    una frágil barcaza de madera en un mar de adictos,

    sacudida una y otra vez

    por la enorme oferta que ha colonizado el tiempo libre

    de todos los idiotas de este mundo.

Parecíamos,

pues en realidad fuimos más que eso.

Definitivamente fuimos mucho más que eso.

 

Observamos con detalle a la generación que nos parió y cuidó

    y supimos con certeza qué es lo que no queríamos ser.

Dijimos «gracias» y echamos a andar.

Fue en bares de mala muerte donde compartimos

    el vino con poetas y lectores de Marx,

    algunos de ellos probablemente sean los últimos

    sobrevivientes de la pandilla de Guy Debord,

    todos ellos gente hermosa y valiente

    que amamos y abrazamos en largas caminatas nocturnas,

    por ciudades del sur.

Leímos esmeradamente El Capital bajo la tutela

    del fantasma del viejo alemán,

aprendimos que no éramos niños huérfanos

    y que nuestra gran familia estaba en guerra

    por recuperar el mundo que hemos creado.

Un mundo repartido en títulos de propiedad,

en derechos de ganancia

    y contratos de asalariados,

obligados por la gran máquina

    que nos iguala a todos,

sin otro fin que mantener las diferencias

    y las ventajas.

Debatimos con los acólitos más fanáticos de la máquina,

fervientes creyentes del Estado de derecho,

todos ellos sumidos en un sueño iluso

    donde la historia solo tiene sentido

    cuando se asemeja a un mito fundador,

    a una cuna profunda donde “la mano invisible”

    teje y mece ilusiones:

    la naturaleza humana

    el orden espontáneo o divino de las cosas

    y todas las expresiones jurídicas de esto.

Argumentamos lo mejor que pudimos,

pero los sicóticos compulsivos no entendieron más razones

    que su credo,

y no solo ellos se horrorizaron de nuestro materialismo.

 

Fundamos revistas y más de alguno nos leyó.

Atizamos el fuego con todos nuestros medios,

    convencidos de que algo tiene que arder para que haya luz.

Y estuvimos solos y a veces muy solos,

y sin embargo, siempre tuvimos una mano tibia que estrechar,

un abrazo cálido y un hombro amigo donde reposar la cabeza.

Amamos y fuimos amados,

juntos descubrimos que en la noche hay escaleras

    que llevan a la alegría,

aromas apenas perceptibles

    y un calor que crece a cada rose

    y a cada aliento que se roba a besos,

hasta que ya no se es sino un ovillo,

mañosamente enmarañado y húmedo,

descansando con la mirada fija al techo

    y una sonrisa arrancada.

 

Y en ese espíritu marchamos cada noche,

cada vez que salimos dispuestos a dejarlo todo sobre la mesa,

cada vez que hilamos en perfecto orden las ideas,

cada vez que soñamos ser arquitectos de nuestro sueño,

y aunque a veces perdimos,

ganamos.

 

Y recordamos a Juan Golpe que alguna vez caminó con nosotros,

que nos alegró con su disfrute fanático del jazz,

zapateando sobre mesas el Olé de Coltrane,

que fumó gris el cuarto,

mientras Miles le llenaba la cara de baba

    con su Flamenco sketches

    y Golpe se hundía en un paisaje

    en el que un columpio balanceaba la alegría

    y seguramente otras cosas.

¡Cómo se le extraña a aquel Golpe!

Su sinrazón llena de razón lógica,

de argumento bien armado,

la consciencia de que la totalidad siempre es más

    que la suma de sus partes,

aquel sentido de armar sentido en el delirio

    y en la noche enmarañada de abrazos,

    palabras,

    gestos,

    textos,

    jazz,

    risas,

    besos,

    vino,

    y a veces el baile enojado del fantasma de Curtis

    y los nuestros,

sobre todo los nuestros,

nuestros muertos,

y sobre todo nuestros vivos,

nuestros predicadores,

Carlos, el buen Carlos,

profeta en el pasillo patibulario

    de aquel país que es un paisaje.

Pérez Soto

    que apadrinó a Golpe sin saberlo,

    que fue más de lo que pudo y quiso.

 

Y ahora nuestra ira nuevamente es un río derramado en las calles,

    una serpiente renacida de entre los cultos proscritos

    por la fe de adoradores de cadáveres.

El ruido ensordecedor de un ejército de valientes tocando El Degüello,

    a la espera del momento,

    antes del asalto al cielo.

 

Os digo lo que vi:

    cíclopes entre el humo,

    una tormenta de piedras contra el metal,

    el ultraje de viejos ídolos en las plazas,

    el despertar de los viejos dioses de greda,

    hermosos jóvenes marchando sobre la espalda de Trengtreng Filu,

    que ha despertado del largo sueño

    y muestra sus dientes brillantes contra la canalla,

    una hilera de valientes en perfecto orden,

    una primera línea armada de rabia y un sueño,

    sobrevivientes que no han cerrado sus ojos ante el horror,

    y el ruido hermoso de millones de manos y pies.