Artículos

Médula: Parte II

Escrito por Philippe Deregnac | 03 noviembre 2025
Me di una vuelta por la laguna del Városliget mientras hacía hora para juntarme con ella. Eran poco más de las cinco y habíamos quedado de encontrarnos frente al busto de Adenauer a eso de las seis. Sentado en el parque, pensaba únicamente en nuestra última discusión de la noche anterior. Observaba una pareja pasear en uno de los botecitos sobre la laguna y no podía dejar de preguntarme cuál era el secreto de la sonrisa en ambos. Es inevitable cuestionarse las propias responsabilidades frente al fracaso. Pero, ¿realmente había algún fracaso? 
Desde que la hija del poeta me había capturado vagando con resaca, como le pasó a Barrett Edes, sabía que las cosas terminarían en algún momento. El punto era cuándo. Me puse a tirar piedrecitas a la laguna sin saber si debía confiar una vez más en su inseguridad y admitir que ella nunca podría quitarse de encima el peso de ser la hija del poeta. Y que entonces debía yo abrazar esa inseguridad y resistir sus embates de ira contra su padre como si fueran el espejo de su frustración. Porque, por otro lado, sus embates de amor eran también adictivos. 
 
Recordé que, en verdad, la duda nunca es tal, sino sólo la búsqueda de una oportunidad para justificar lo ya decidido. Desde Hume y su razón esclava de las pasiones, hasta la más elaborada tesis de Jonathan Haidt, nos han remarcado siempre que cuando estamos en la duda de tomar una decisión, es porque ya la hemos tomado y sólo buscamos una buena razón para ejecutarla. Mi decisión estaba tomada. Lancé otra piedrecita a la laguna; sólo debía descubrir cuál era: quedarme o irme. Me dirigí al busto de Adenauer. 
 
Nos saludamos con un beso, como si nada hubiese pasado la noche anterior. Me dijo que había reservado en un lugar especial para que celebráramos. Era mi última noche de aquella visita y quería que probase el manjar definitivo en el mejor restaurante de Budapest. Tomamos un taxi y nos dirigimos al „Egy Zöld Vonat”, uno de los más tradicionales de la ciudad. 
El taxi nos dejó frente al parque con la estatua de Imre Nagy y caminamos lentamente, siempre de la mano, hasta la entrada del palacete que acoge el restaurante. Me sentí mal vestido, andrajoso frente a tanto lujo que asomaba con sólo mirar al portero. La hija del poeta andaba siempre elegante, de vestido corto y abrigo largo, por lo que pareció no importarle al recepcionista que yo llevase jeans y zapatillas. Una vez dentro, sentados frente a frente, la belleza se reveló ante la majestuosidad del lugar: manteles blancos, casi encandilante, cubiertos de plata. Y sobre todo, el hipnotismo del magiar de fondo. 
Me dijo que pediría la especialidad de la casa y que me dejara llevar por su recomendación. Acepté. 
 
Pidió platos cuyo nombre me era incomprensible, coqueteó con el garzón, como siempre lo hacía, y luego de unos minutos llegaron los aperitivos y unos pequeños entremeses que consolidaban aquella increíble situación. Mi decisión ya estaba tomada, pensaba, y creía saber cuál era. 
Nos trajeron más tarde una botella de vino y luego llegó el plato principal. En una bandeja cubierta con un cloche se escondía el famoso manjar. Cuando el garzón lo abrió, no supe si reír, escapar o enojarme ante semejante espectáculo. Eran un par de huesos abiertos por la mitad. Toscos, desnudos. En un plato de lujo, dos huesos con su médula. Un plato de tuétano, sin más. Ella sonrió satisfecha, como si me hubiese entregado un presente valioso. Luego de la sorpresa, pensé que era una tomadura de pelo, una venganza por nuestra última discusión. Esperé alguna explicación de su parte. Pero esta no llegó. Al ver mi cara de decepción, sólo se limitó a decir: “Debes probarlo, no te arrepentirás”. 
 
Untó un pan en el tuétano y se lo llevó a la boca con un sonido de placer. Yo me tomé un sorbo largo de vino para adormecer el paladar. Debía probarlo. Entonces ella acercó el pan a mi boca y la abrí, dubitativo. Comencé a masticar y, como lo hacen los niños pequeños cuando se ven obligados a comer algo que no les gusta, envolví el bolo en saliva y más saliva para esconder su sabor. Lo tragué y me llevé otro sorbo grande de vino a la boca. 
 
Haidt sostiene que las decisiones morales están basadas en seis pilares, uno de los cuales es la pureza o limpieza. El sentimiento que se encarga de manifestarla es el asco y el rechazo. El asco moral surge frente a actos que violan normas culturales de lo que consideramos sacro. Y en ese escenario, toda esa pureza, lo sagrado del lugar, se veía contaminado por esa comida a la que ya no era capaz ni de dirigir la vista. Me di cuenta rápidamente de que nuestra relación, espejo de aquella cena, era también una permanente violación de la pureza, ante la cual no había querido abrir los ojos hasta ese momento. 
Nuestra relación no era más retrato que aquella cena: una violación de la pureza externa por el asco que era el plato principal de nuestra relación cotidiana. Al igual que el capitán Barrett Edes, que probablemente sintió que la sirena era valiosa o especial antes de pensar, mi decisión fue de fascinación, deseo de lo exótico, impulso de poseer algo único. Sólo cuando se vio confrontado a la verdad en un cuarto de hotel barato, mal alumbrado, con la sirena en una esquina, se percató de que la sirena de Fiyi no era más que el torso de un mono momificado adosado a la cola de un pez. De tal forma, yo sólo me percaté de que mi decisión estaba tomada cuando vi ese trozo de tuétano frente a mí, y cuando, unos minutos después, masajeaba el bolo alimenticio con temor a deglutirlo. 
 
Pasado un rato, cuando la botella de vino vacía me había hecho olvidar aquella desagradable experiencia, me preguntó si pedíamos un postre. Le respondí que esta vez sí, porque era mi última vez en Budapest y quería llevarme una última sensación dulce. 
 
Nos pedimos para compartir una tarta Dobos. Nunca más volví a Hungría. Hoy, cada vez que escucho magiar en algún rincón, hago como los antiguos marineros y, en vez de poner cera en mis oídos, me calzo unos audífonos que cancelan el ruido, llevo en mi mente un trozo de hueso partido por la mitad  y sobre mi nariz el olor de ella (la médula; el de la hija del poeta, ya lo he olvidado).