Todas las noches Stanislav Yevgráfovich Petrov se dirigía en su Lada compacto verde petróleo desde un suburbio en Moscú a su puesto en el búnker Serpukhov-15, ‘el ojo’. En este lugar, a pocos kilómetros de la capital, se ubicaba el centro de detección y alerta temprana de la Unión Soviética. Desde aquí, Petrov tenía la misión de responder con todo el poderío nuclear soviético a cualquier aviso de los satélites de que un ataque de misiles venía hacia ellos. Petrov siempre pensó que ese día nunca llegaría y encontraba su trabajo un tedio, a pesar de la gran responsabilidad. Pero es que, en general, los trabajos de quienes llevan en sus manos el destino del mundo suelen ser tediosos. Son rutinarios e irrelevantes, hasta que un día, sólo uno, llega el momento en que todas esas tardes y noches de aburrimiento superficial y monotonía se desbordan en forma de adrenalina; la tensión aumenta a niveles que jamás pensamos ser capaces de tolerar y el cerebro tiene pocos segundos para tomar la decisión que cambiará todo y quedará en los libros de historia universal.
Ese día llegó para Petrov el 26 de septiembre de 1983.
A la medianoche, cuando se asomó el nuevo día, Petrov anotó en su diario militar por enésima vez: “Cambio de hora, sin novedades”. Pero pocos minutos después todo cambió. La alarma comenzó a sonar alertando que un misil se dirigía desde Estados Unidos hacia la Unión Soviética. Petrov pensó que era una falsa alarma. Luego el radar detectó cinco misiles y Petrov vaciló por unos segundos en apretar el botón que desataría la catástrofe nuclear. No quiso ser quien despertara el apocalipsis y se autoconvenció de que era un error de la máquina, repitiéndose en voz baja una y otra vez : nadie empieza una guerra nuclear solo con cinco misiles. Para no levantar sospechas desde otras oficinas que pudiesen ver o escuchar la alarma, Petrov decidió desenchufar completamente el sistema computarizado de cuajo, sin vacilar. A las 01:00 escribió en su diario militar: “Cambio de hora, sin novedades”.
El coronel tenía razón. Una extraña alineación del sol con nubes de gran altitud había creado una falsa alarma.
Años después, en el verano del año 2004 me encontraba viviendo junto a mi amigo Félix en Santiago de Chile. Cuando me acerqué a él para que nos tomáramos algo de vuelta del trabajo, Félix me dijo que no podía, que se encontraba estudiando para su examen de computación.
—¿Y si preparo unas piscolas y te ayudo a estudiar? —le pregunté.
—Suena bien —respondió.
Así nos bajamos una botella de pisco mientras le hacía un curso rápido de introducción a Microsoft Office. PowerPoint, Excel y Word, todo empaquetado en un par de horas con los Rolling Stones de fondo.
Después de eso nos fuimos de fiesta a algún bar de Providencia.
Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Félix me esperaba con una cara de dos metros.
—¿Qué te pasó, weón?
—Reprobé.
—¿Pero cómo, si era todo tan fácil? —respondí genuinamente decepcionado por la situación—.
Félix me contó que había hecho todo perfecto. Que en el tiempo otorgado para el examen había recreado todas las plantillas tal y como lo solicitaba el profesor. Que iba camino a la máxima calificación hasta el acto final. El último paso consistía en cerrar todas las ventanas y apagar el computador. Fue entonces que ese genio maligno del Windows se le apareció a destiempo. Cuando apagaba el computador, este empezó a hacer actualizaciones. El profesor amenazó con bajarle la calificación si no apagaba el sistema a tiempo. Entonces Félix, apremiado, lo desenchufó sin más, de cuajo, sin vacilar. Al ver esto, el profesor le recriminó que nunca, pero jamás en la vida, se debe desenchufar un sistema computarizado mientras está funcionando. Y lo reprobó.
Hoy, cuando los gurúes de la informática y futurólogos alzan las voces de alerta respecto al rumbo que toma la inteligencia artificial. Hoy, cuando estamos a la vuelta de la esquina de alcanzar la singularidad tecnológica. Hoy, en que los medios, siempre sedientos de noticias sensacionalistas, nos amedrentan con el apocalipsis de las máquinas, pienso en Félix y en Petrov. Pienso en que, cuando venga la próxima alineación del sol con nubes de gran altitud y las máquinas se tomen el mundo, quiero estar al lado de esos héroes simples que desoyen las órdenes y se saltan el manual para seguir su instinto. Quiero estar al lado de Félix, cuando éste desenchufe de cuajo, sin vacilar, el sistema computarizado y nos salve a todos del apocalipsis, como ya lo hizo Petrov.