Ahora era a Lautaro a quien le tocaba esperar, dos contrincantes tuvo que derrotar para volver a tener una oportunidad. El día que se concretó la pelea, Emilio celebró como si hubiese ganado la misma. Rigo, que siempre encontraba la manera de retarlo, exigirle algo más o encontrar algún defecto, durante la preparación, le decía “chico, eres candela pura, sigue así, sigue así”. Emilio vio tantas veces la primera pelea que aún ahora podía repetir la secuencia de golpes uno a uno. Emilio completamente enfocado en Lautaro, en el Lautaro de la primera pelea. Los periodistas escribían sobre los pugilistas enamorados, los elogios entre ambos salían con cada pregunta que les hacían. La emoción de los dos era imposible de esconder. Cada uno esperando el toque de la campana.
La campanada y Lautaro esta vez esperándolo, Emilio a la carga, una contra que casi lo manda a la lona. Una nueva pelea igualada, sin embargo, esta vez en cada asalto Emilio sacaba ventaja. Sacaba provecho de su experiencia, uno o dos golpes por asalto le bastaban. Lautaro seguía impertérrito, una cortada en su ceja, su ojo derecho casi completamente cerrado, pero seguía con la misma energía que en la primera vuelta. Un uppercut de Lautaro alcanzaba el mentón de Emilio y lo hacía tambalear, el clinch, Lautaro diciéndole “con el próximo, te noqueo”. Esa ingenua seguridad de la juventud. Emilio sonriendo, todavía tambaleando sobre el cuadrilátero, salvado por la campana. Rigo diciéndole “cuidado chico, ya la pelea la ganaste, ¡nada de confiarse!”.
El décimo y el onceavo los ganó Lautaro a punta de resiliencia y valor. Le había tomado casi veinte asaltos comprender como vencer a Emilio. Tenía que destruirlo, acabar todo resto de su técnica, velocidad, defensa. No podía quedar ni el recuerdo del uppercut que casi lo mata en la primera pelea. El diálogo que habían entablado solo podía quedar en sus memorias. El boxeo exigía un ganador incontrovertible, debían respetar los caprichos de su amante, solo así podrían demostrar el amor incondicional que los unía golpe tras golpe en el cuadrilátero.
Sus manos queriendo demostrar lo mismo, deseando que ella ganase, pero faltaban los guantes, no había forma que ella lo venciera. En ningún momento le había exigido que hubiese un ganador. El camino a la orilla del río se le antojaba eterno. Sus manos, su sonrisa, faltaban las palabras. Ella parecía reconocerlo, no le exigía decir algo, solamente seguir hacia delante. Sin rumbo, sin final, sin ganador.
Emilio se sabía derrotado, le pelea, la iba a ganar, pero Lautaro era más, un nuevo gancho, la respuesta inmediata de Lautaro, enviaba golpes como si fuese su última pelea. Emilio no podía mantener ese ritmo, le bastaba con mantener la distancia y esperar a que terminase la pelea, pero eso sería irresponsable. Lautaro dándolo todo sin recato, rendido ante la posibilidad de un golpe fulminante, él también tenía que hacer lo mismo. La última vuelta, esta vez fue Emilio quien comenzó la embestida, Lautaro golpeó de contra y ahí, ahí entendió Emilio lo que había llevado a Lautaro a enviar ese volado. La última sonrisa, el golpe, la lona.