A Emilio le costó quitarse los guantes, veía sus dedos y casi no los reconocía. Toda su pasión, su entrega, su respeto, su amor, toda su vida estaba en aquellos guantes rojos que ahora colgaban de un clavo en su puerta. Desde la derrota sus guantes habían quedado ahí. No le permitía a nadie tocarlos, ni siquiera a Rigo cuando llegaba con un buen ron cubano y se sentaban a recordar la grandeza de lo que habían construido. “Bajaste los brazos en la última vuelta, chico”. Le decía Rigo entre reclamo y admiración. Ambos habían sido campeones mundiales, pero a Emilio todavía lo recordaban como al gran campeón, mientras que a Rigo lo recordaban como un gran entrenador. Entre vaso y vaso corrían las anécdotas, como la de la noche en que Emilio noqueó a Crawford en la cuarta vuelta.
Ahora veía sus dedos, se daba cuenta de que estaba fuera del ring. Sí, después de la derrota, no había vuelto a pelear. Pero, él nunca se bajó del ring, su vida transcurría de la misma manera que durante su época de boxeador. Horas, días, semanas y años estudiando, investigando y ensayando formas para mejorar su técnica. Ahora estaban sus dedos y estaban otros, aparecía Lautaro, su forma de achicar el ring, sus golpes que destrozaban cualquier defensa. Rigo diciéndole “¿eres tonto o qué? Cómo vas a bajar los brazos en la última vuelta, chico”. Rigo diciéndole “¡qué grande eres, chico! Era la última vuelta”. La relación con Lautaro había durado una hora, con ocho minutos y cincuenta segundos, y eso había bastado para que quedase impresa en su memoria con tinta indeleble.
Cuando anunciaron quién iba a ser su siguiente contrincante, Emilio no se emocionó. Cuando Rigo le dijo “vamos a traer un sparring que pegue fuerte, chico”. Emilio no se lo tomó muy en serio, pensó. <Para qué, si igual ese hijo de puta no me va a golpear>. Durante la gira, se mostró tan frío como siempre, levantándose después de su declaración, sin siquiera regalarle una mirada a Lautaro. Eso le valió miles de dólares en multas que después recuperaron gracias al escándalo que armaron los medios. Tenía en su cuarto, un periódico con uno de los titulares de la época. “El día de la pelea, tampoco me va a ver, le voy a moler la cara a golpes”. Cada vez que lo veía, Emilio reía y decía en voz alta, “casi lo logra el desgraciado”.
Y llegó la primera pelea, él marchando hacia el cuadrilátero completamente seguro de su superioridad, nadie podría haber entrenado mejor que él, nadie podría llegar a la entrega total que él había alcanzado. El saludo inicial y Lautaro hacía una pequeña, casi imperceptible venia que desconcertó a Emilio. El toque de la campana y la primera embestida, los primeros golpes y la sorpresa.